Psicoterapia y Religión
1 de septiembre de 2011 a las 21:48
PSICOTERAPIA Y RELIGIÓN

 “La Presencia Ignorada de Dios”: Cap. VII, Autor, Víctor Frankl

Para concluir, queremos ahora preguntarnos qué relación inmediata puede existir entre todas las cuestiones abordadas y la práctica o investigación médicas. A decir verdad, al médico como tal, es decir profesionalmente, no le interesan las cuestiones religiosas. Cuando éstas surgen de alguna manera, está obligado como médico a observar una tolerancia sin reservas.
Por lo que respecta al médico personalmente creyente, podemos decir que a él también se le aplica la misma obligación a la tolerancia, lo cual no significa, ni mucho menos, que se desinterese de la religiosidad o irreligiosidad de su paciente; si no como a médico, en su condición de hombre y de creyente le han de interesar muchísimo cosas como ésta. Pero tampoco hemos de olvidar que, al menos tanto como la religiosidad misma de su enfermo, a este médico ha de interesarle la espontaneidad de dicha religiosidad. En otras palabras, habrá de tener sumo interés en que esta religiosidad acabe por manifestarse espontáneamente. Por ello aguardará con calma hasta que se produzca tal manifestación. Esto le será tanto más fácil cuanto que él mismo, como hombre religioso, se haya ya de antemano persuadido de que existe una religiosidad latente aun en las personas declaradamente irreligiosas. Efectivamente, el médico con fe no sólo se limita a creer en su Dios, sino que juntamente cree también en la fe inconsciente del enfermo; no sólo tiene plena conciencia de su propia fe en Dios, sino que al mismo tiempo cree en Él como «Dios inconsciente» en su enfermo, aun cuando sabe que en este último «todavía no» ha llegado a ser consciente.
La religiosidad, como ya lo hemos dicho anteriormente, sólo es auténtica allí donde es existencial, es decir, allí donde el hombre no es de algún modo impulsado a ella, sino que él mismo se decide por ella. Ahora vemos que a este momento de la existencialidad viene a sumarse un segundo momento, el de la espontaneidad: La verdadera religiosidad, puesto que es existencial, ha de llegar también a un punto en que brote espontáneamente. Jamás un hombre ha de ser apremiado a ello. Podemos pues afirmar lo siguiente; A una auténtica religiosidad el hombre no puede ni ser impulsado por un Ello ni apremiado por un médico.
Ya Freud, que en casos parecidos hablaba, como es sabido, de «dos tipos de conciencia», señalaba que el efecto terapéutico del hacerse conscientes contenidos inconscientes corría parejas con la espontaneidad de dicho paso. Lo mismo sucede con la religiosidad; y así como en los complejos reprimidos sólo se logra la curación si se llegan a hacer conscientes espontáneamente, así también en el caso de la religiosidad inconsciente sólo puede uno curarse si consigue que ésta brote con espontaneidad.
Toda manipulación programada fallaría aquí, y aun cualquier intencionalidad de alguna manera consciente podría hacer abortar el efecto pretendido. Incluso los sacerdotes conocen bien estas cosa, y ni siquiera ellos estarían dispuestos a renunciar a la espontaneidad de toda verdadera religiosidad. A este propósito, recordamos una conferencia en que cierto sacerdote nos contaba cómo un día fue llamado a atender a un moribundo cuya incredulidad le era ya conocida. Viéndose a las puertas de la muerte, el hombre sentía sencillamente la necesidad de desahogarse y hablar a fondo, y para esto había elegido al sacerdote. Este último nos declaró que a pesar de todo no quiso ofrecerle los últimos sacramentos, simplemente porque el moribundo no se los pidió espontáneamente. Así vemos cómo hasta un sacerdote concede valor a tal espontaneidad.
¿Habremos de ser los médicos «más papistas que el papa», es decir, más sacerdotales que los propios sacerdotes? ¿No deberíamos por el contrario respetar, al menos tanto como los sacerdotes, la libre decisión de los hombres confiados a nosotros y de los enfermos que se ponen en nuestras manos, especialmente, en lo que toca a sus inquietudes religiosas?
Recientemente se han dejado oír voces que pretenden que en este terreno el psicoterapeuta llega incluso a superar aI sacerdote. Esto no es en nuestra opinión sino un orgullo fuera de tono. En efecto, hemos de distinguir estrictamente entre lo que es función médica y misión sacerdotal. Y así como el médico no creyente ha de respetar y dejar en el paciente lo que éste ya tiene, a saber, su fe, así también el médico creyente ha de dejar al sacerdote lo que le es propio: su ministerio.
Del neurótico obsesivo-compulsivo hemos dicho en otra parte que se ve impelido como por una fuerza férrea a «asegurarse al ciento por ciento», ya que busca un conocimiento previo y un resultado del ciento por ciento en sus decisiones; se encuentra como hechizado, decíamos, por la promesa de la Serpiente: «eritis sicut Deus, scientes bonum et malum.» (De hecho, el orgullo del neurótico obsesivo-compulsivo se sitúa precisamente en este querer salirse y pasar por encima de su condición de criatura, y no en su escrupulosidad, esa «hiperacusis» de la conciencia donde él mismo lo sitúa falsamente.) En cuanto a los psicoterapeutas que, usurpando las funcionen del sacerdote, pretenden arrogantemente hacer como éste, podríamos decir de ellos que quieren ser «sicut pastores, demonstrantes bonum et /malum».
Así como hemos afirmado de la logoterapia que ni puede ni desea sustituir a la psicoterapia, sino sólo completarla, de la misma manera hemos puesto en claro ya desde un principio que nada está más lejos de la «cura de almas» médica que la pretensión de sustituirse a la cura de almas sacerdotal.
El deber de airear frente a un enfermo creyente puntos de vista religiosos no lo tiene jamás el médico como médico, sino sólo como creyente que habla a otro creyente. Y en segundo lugar; El derecho de hacerlo lo tiene asimismo sólo en cuanto que él es creyente, pues un médico arreligioso en ningún caso estaría eh el derecho de utilizar la religión con fines terapéuticos, como si se tratara de uno de tantos remedios útiles. Esto sería degradar la religión, convertirla en algo justo lo bastante bueno como para servir de medicina.
Por más que la religión pudiera tener efectos psicoterapéuticos eficaces, su motivo primario no es en absoluto psicoterapéutico. Y aun cuando, siquiera secundariamente, actuase favorablemente en cosas como la salud o el equilibrio psíquicos, su fin no es una cu-ración, sino la salvación del alma. La religión no es ningún seguro con vistas a una vida tranquila, a una ausencia de conflictos en lo posible o a cualquier otra finalidad psicohigiénica. La religión da al hombre más que la psicoterapia... y exige también más de él. Toda interferencia mutua entre estos dos campos, que de hecho pueden llevar a los mismos efectos, ha de evitarse absolutamente cuando la intención respectiva es ajena a la del terreno en que nos movemos.
En el sentido de esta exigencia debemos por tanto oponernos a todo intento de traspasar los límites de la cura de almas médica irrumpiendo en la sacerdotal, y de renunciar a la autonomía de la psicoterapia como ciencia y a su independencia frente a la religión, de manera que no la vengamos a considerar como ancilla theologiae.
Del mismo modo que la dignidad del hombre se funda en su libertad, una libertad que llega hasta el no. es decir, hasta el punto en que el hombre puede incluso decidirse a cerrar sus puertas a Dios, así también la dignidad de la ciencia descansa en esa libertad incondicional que garantiza a la investigación su propia independencia; si la libertad humana está garantizada hasta el no, también la libertad de investigación ha de garantizarse aun a riesgo de que sus resultados puedan llegar a estar en contradicción con la verdad de fe. Porque sólo de esta investigación militante puede surgir el triunfo consistente en una ordenación incontestable de sus resultados dentro de la verdad de fe, que los sitúa en un orden superior.
Al hablar de «dignidad», ya refiriéndonos a la dignidad de hombre o a la de la investigación, podríamos definirla como «el valor en sí mismo», en contraposición al valor útil como «valor para mí». Y así podemos ahora decir que quien trata de hacer de la psicoterapia una «sierva de la teología», reducirla a esta condición de «criada», no sólo la priva junto con la libertad de investigación de la dignidad de una ciencia autónoma, sino también a la vez del posible valor útil que para la religión pueda tener. La psicoterapia, en efecto, únicamente puede tener tal valor per effectum, y nunca per intentionem. Si alguna vez sirve a la religión, ya sea en los resultados de su investigación empírica, ya en los efectos psicoterapéuticos de su tratamiento, sólo podrá hacerlo si ella misma no se mueve por un camino ya trazado y obligatorio, si no se ha fijado ya sus metas de antemano; porque en el terreno científico sólo son útiles a la teología los resultados imparciales y objetivos de una investigación independiente.
Y si alguna vez la psicoterapia llega por su lado a probar que el alma humana es lo que creemos que es: anima naturaliter religiosa, lo habrá conseguido únicamente actuando como scientia naturaliter irreligiosa, es decir, como ciencia no ligada a la religión «por naturaleza», sino pura y simplemente como ciencia autónoma que es y quiere seguir siendo.
Cuanto menos se aplique la psicoterapia a convertirse en «servidora de la teología», tanto mayores serán los servicios que de hecho podrá prestar a esta última.
No es menester, en efecto, ser sierva para poder servir.

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